jueves, 6 de febrero de 2014

AMARSE UNOS A OTROS

       "Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a
        otros; como yo os he amado, que también os améis
        unos a otros"

                                                      Juan 13.34


Un aficionado a la opera comento que el famoso tenor Beniamino Gigli era el segundo Enrique Caruso. Se dice que Gigli respondio: "No soy el segundo Caruso: Soy el primer Gigli". Definitivamente esta es una gran muestra de lo que debe ser amor propio, primeramente, segun su biografia Gigli En 2009 fue elegido como el mejor tenor del siglo XX, por un jurado integrado por críticos y especialistas españoles e italianos. Es considerado uno de los mejores tenores de la primera mitad del siglo XX, y junto a Enrico Caruso y Jussi Björling era el tenor predilecto para los papeles de tenor lírico en la Metropolitan Opera deNueva York antes de la Segunda Guerra Mundial. Por esto y mucho mas es razonable la respuesta de Gigli.

Con frecuencia decimos que una persona es única; no hay 

nadie en el mundo como esta o la otra. Nunca habrá otra 

persona como esa persona debido a sus talentos, 

personalidad, creatividad, etc. Decimos cuando Dios nos 

hizo, él tiró el molde.

Pero Jesucristo es únicamente diferente de cualquier otra 

persona que alguna vez haya vivido.

Nadie más puede conocer a Dios como Dios mismo. "En el 

principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo 

era Dios. Este era en el principio con Dios " (Juan 1:1-2).

Cuando Jesús habló, Dios habló (Heb. 1:1-3).

Una enseñanza primaria en el primer siglo de las 

confesiones de los Cristianos incluyó a Jesús el Hijo de 

Dios, el unigénito del Padre, la segunda persona de la 

Trinidad. Jesús es por toda la eternidad el Hijo de Dios 

(Juan 1:1-4, 14, 18; 3:17; 11:27; 1 Jn. 3:8; 4:9-14).
 

En la Biblia con frecuencia el llamado al pueblo de Dios es 

ser humildes, no altivos ni orgullosos. Si lo pensamos por 

un momento, la altanería y el orgullo son ambas formas de 

un amor propio que nos pone a nosotros mismos en el 

lugar que sólo le corresponde a Dios. Expresado de otra 

manera: “Me amo tanto, que no puedo dejar que nada ni 

nadie me subyugue o esté por encima de mi”. Este es un 

amor torcido, sucio, corrupto, fuera de límites.

Una de las funciones del amor al prójimo es poner en su 

debido lugar el amor propio (no al revés). Si amamos a los 

demás como a nosotros mismos, no hay forma de que nos 

amemos más de lo que los amamos a ellos.

Un ejemplo es necesario. La sociedad se rige por normas 

que definen derechos y obligaciones; éstos existen a causa 

de nuestro pecado, para poner límites a nuestra naturaleza 

pecaminosa. La relación entre derechos y obligaciones es 

tal que si una persona tiene un derecho, es obligación del 

resto de la sociedad respetar dicho derecho. En este caso, 

podríamos considerar los derechos de cada persona como 

parte de su amor propio, y las obligaciones de cada 

persona como parte del amor al prójimo. Si una persona se 

ama mucho, exigirá de todos el respeto de sus derechos, 

pero al hacerlo no le quedará tiempo ni energía suficiente 

como para respetar los derechos de los demás; si todos 

hiciéramos esto, está garantizado que no se respetarían los 

derechos de nadie. (¿Les resulta familiar esta situación?) 

Por otro lado, si todos respetamos los derechos de los 

demás en lugar de concentrarnos en nuestros propios 

derechos, el cumplimiento de los derechos de todos está 

garantizado. De modo que mis derechos están limitados por 

los derechos de mis prójimos. Y al respetar los derechos de 

mis prójimos me estoy amando a mi mismo.

De modo similar, mi amor propio está limitado por mi amor 

al prójimo. Pero una cosa es lo que yo llamo amor propio: el 

reconocimiento del valor de mi vida por el simple hecho de 

ser creación de Dios a su imagen y semejanza; y otra cosa 

es lo que llamo ego: el deseo de tomar el lugar de Dios y 

pretender que todo gire a mi rededor para mi comodidad y 

capricho. El ego es el amor propio distorsionado y 

corrompido por el pecado. Este amor propio tiene dos 

consecuencias directas sobre mi relación con mis prójimos 

con Dios. No puedo negar el amor a mis prójimos por el 

simple hecho de que los mismos motivos que tengo para 

amarme también aplican a ellos del mismo modo y en el 

mismo grado (todos somos creación de Dios y, en 

comparación con Dios, todos somos igual de insignificates). 

Pero no puedo amarme a mí mismo ni a mis prójimos si no 

amo a Dios y no reconozco que su creación es buena y 

digna de ser apreciada. Por lo tanto, el centro de todo sigue 

siendo el primer mandamiento: Primero debo amar a Dios.

De hecho en las referencias proporcionadas se da por 

sentado que TODO ser humano se ama a sí mismo. En 

Mateo 22:39, el Señor está afirmando implícitamente que 

puesto que todos nos amamos tanto a nosotros mismos, la 

mejor manera de cumplir con la Ley, será amar a los demás 

como lo hacemos con nuestras propias personas.

De esto deduzco que el amor propio, amarme a mí mismo, 

no es algo que desagrade a Dios por sí mismo; Dios espera 

que nos amemos… del modo correcto y en el lugar que nos 

corresponde. Pero siendo criaturas pecadoras, el único 

modo de lograr esto, es desafanándonos de nosotros 

mismos y poniendo toda nuestra voluntad y energía en 

amar a Dios, y consecuentemente, amar a nuestros 

prójimos por ser creación de Dios a su imagen… igual que 

yo.

Por eso tampoco podemos negar categóricamente que 

amarnos, en el sentido descrito, sea malo, pues después 

de todo, es parte de un mandamiento expresado por el 

mismo Señor Jesucristo, aunque cabe aclarar que es una 

especie de parche a causa del pecado, de nuestro ego. No 

obstante, podemos limitar los daños que dicho 

mandamiento, erróneamente interpretado, pueda hacer por 

medio de nuestra naturaleza pecaminosa.

Sólo a Dios la Gloria

No hay comentarios.:

Publicar un comentario